lunes, mayo 07, 2007
lanzado al mundo a las 8:23 p. m.

tercera parte y final




‐ ¿Sabes lo que es esto? - pregunto Max mientras sostenía por uno de los extremos el dispositivo.

‐ Eh.. es un... uno de esos.... eh... - Cristóbal lo reconocía pero no lograba armar una frase coherente.

‐ Te apuesto que alguna vez te enchufaste uno - dijo Max, mientras mojaba con su saliva los contactos.

¿A donde va todo esto?, pensó Cristóbal presa del pánico y la confusión. Claro reconocía el juguete. Era un empalmador neural. La mejor invención desde el menage-a-trois.

‐ Mueve tu culo y sientate al lado de la comevergas. Y tu hacele un espacio a tu novio.

Max con el arma en una mano y el dispositivo nervioso en la otra, cerró con una patada la puerta -aun sin cerrojo- y fue hacia el sillón donde la pareja compartía miradas hundidas en el fango de la vergüenza.

‐ Aprieta los dientes, maricon. - susurró Max, mientras ubicaba un extremo del cable en la base de la columna de Cristóbal, palpando con inusual cuidado la piel - Segunda... tercera... cuarta. Cuarta vértebra, aquí es. - entonces Cristóbal sintió como los conectores entraban en su piel como una fina vellosidad metálica, hasta sentir una sensación eléctrica indescriptible. Luego repitió el procedimiento con la chica. Ella...ella estaba acostumbrada.

Sin soltar el cañón, y con extraña habilidad, Max se quito el cinturón - blanco, lanudo, de alpaca. Como activada de forma remota e inalámbrica por una pulsión hardcodeada -sin orden verbal, mirada o seña alguna- la chica cambio de posición, y a vista de Cristóbal, se puso en cuatro sobre el sillón. El cable del empalmador cedió membranoso como un cartílago extensible, y pese a la mayor distancia no parecía tensionarse. Max golpeo con energía, a palma-abierta, los muslos de la chica apenas cubiertos por su falda. Ella hizo un ruido. Cristóbal sintió una cosquilla sonica. Max saco su pene, erecto y furioso. La chica no le quitaba los ojos. Cristóbal cerro los ojos y salivó. Ella movió las caderas y levanto el trasero. Cristóbal no veía, solo oía. Max puso dos dedos en la entrepierna de la chica y abrió sus pliegues. Ella, húmeda, gimió. Cristóbal se aferro a uno de los lados del sillón y soltó un grito inconfundible de placer. Max, sin penetrarla, se puso detrás de ella.

- ¿Te gusto, ah, mierda? - dijo el chulo sin quedar claro a quien se dirigía.

Y es que eran sensorialmente una sola entidad, compartiendo gracias al empalmador, texturas y paisajes dermicos. El dispositivo, llamado tambien Exonervio de Varela, enlazaba canales espinales hasta crear un mosaico sexual, copiado y pegado con mielina. Estampidas de neurotransmisores iban desde la chica a Cristóbal. El sentía como propia la calentura de la Una, sus pezones duros, ese cuello sensible y descubierto. Deseaba ser penetrado, a través de ella, por Max. Era asqueroso -lo sabia- y quería mas.

- Esto les va a gustar mas, putos ‐ y el chulo se hundió en ella.

La Una lo disfrutaba. No tenia alternativa. Su corteza, su hipotálamo, su grilla dérmica, todo fue configurado para el placer. Para sentir placer, para desear placer, para -a toda costa- ser objeto de placer, y denuevo, querer mas placer. No tenia pudores o dignidad. El sexo con ella siempre era consesuado, aunque en realidad no lo fuera. Ella siempre estaba dispuesta a ser tomada, y desconocía de abusos. No era violada: solo se divertía ‐ a su pesar ‐ con el sexo duro. Ella - tristemente - no sabia de limites.

Cristóbal se sentía poseído por un placer sucio e irresistible. Su conciencia se comprimía al ritmo de la pelvis de Max en un solo punto luminoso y sonoro. Caminaba -con una .45 apuntandole en la cabeza- hacia un gemido femenino y ondicular que no le pertenecía. La chica, sonrojada, acalorada, comenzó a agitar suavemente sus alas - se acercaba al clímax. Cristóbal entonces sintió algo fuera de lugar. La marea de placeres culpables transferidos por el empalmador creció. Mas que una onda, sentía una corriente muy caliente que serpenteaba sin dejar de engrosarse. Intentó abrir los ojos, pero sus párpados se sentían pesados, mielificados. Comenzó a caer, a zozobrar. Se ahogaba de maneras nuevas y exquisitas. Las alas estaban por abrirse.

Derrepente el exonervio chistó. Para Cristóbal fue un sopor - como un espacio en blanco seguido de un sonido agudo, breve. Mientras que para Max fue el sonido de la venganza. Fue el derrumbe de un nanodique entre dos identidades terminales. El chulo había removido el filtro intermedio. Ahora el orgasmo en ciernes podría trasladarse integro entre ambas espinas, y freir el cerebro de Cristobal en el proceso. El orgasmo de una chica lanzado contra un cerebro masculino era un arma con efecto vegetativo permanente.

La Una separo sus piernas tan solo un poco, como ofreciendo su entrepierna rosada, su carne perfecta. Respiraba brevemente, entre-jadeos. Max, que conocía casi de memoria y por deformación profesional los tiempos de la chica, desde un bolsillo saco una píldora. Era un momento perfecto para ello. La chica acabaría con su cabeza entre los cojines, mojada, mientras Cristóbal, ese hijo de punta, quedaría estático, de por vida. Quería disfrutar ese, y otros placeres mas obvios, así que trago la droga.

En unos milisegundos todo comenzó a ir despacio. Muy despacio. El chulo veía la realidad desde lejos, en cámara lenta. Pensaba casi en termino de fotogramas y cada movimiento se extendía indefinidamente. Disfrutó por semanas cada vez que se introducía en la chica. Se burló durante años de la patética suerte de Cristóbal. Descubrió la suave caricia de cada una de las fibras de alpaca que rozaban sus talones, por días. Pero de alguna forma, un gato -el de Cristóbal- lo sorprendió. Atraído por los charcos de café, el felino entro sin anuncio en escena y le recordó su fobia mas primitiva e infantil. Max -por siglos- intento controlar una ansiedad galopante, sin darse cuenta como en cuestión de segundos -esos otros segundos- la chica tomo el arma y disparó. La bala demoro dos mil años en atravesar cada una de las capas corticales, y Max estuvo allí, sintiendo en detalle el estallido salvaje de su materia gris. Para entonces -es decir un minuto después- ella se había marchado dejando atrás a dos hombres desechos.

- Me llamo Antawara y sere tu dueña.

El gato respondió con un maullido. El ascensor abrió sus puertas. Primer piso.

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domingo, mayo 06, 2007
lanzado al mundo a las 1:01 p. m.

segunda parte




En efecto: era perfecta. Había sido armada para serlo. Era un objeto de placer viviente, húmedo y artificial. Un coctel de lo orgánico y electrónico. Era Una ‐ una puta escapada de la imaginación de Mary Shelley. Un pantano de componentes diseñados, órganos robados por las noches, tejido cultivado en serie y algún cerebro secuestrado y formateado.

‐ ¿Eres Una? ¿Porque mierda no me lo dijiste? - Cristóbal grito iracundo. Simultáneamente era acosado por una imagen sangrienta que involucraba Max, un machete y sus testículos.

‐ ¡Porque no quiero ser Una! Quiero ser otra. Quiero... -comenzó a sollozar- quiero ser yo ‐ y estallo en llanto.

El cerrojo cayo al piso junto a parte de la puerta. Max entro al departamento con la bota derecha por delante. Cristóbal entre cómico y patético solo atino a decir “hola”. La chica aun sostenía ‐entre sudores fríos - la cafeína.

‐ ¿Y tu quien fuck eres, ha? - vocifero el chulo lleno de desprecio gansteril.

‐ Nadie... no soy nadie. - tartamudeo Cristóbal mientras se alejaba de Max, lenta y cuidadosamente; como un camión en reversa pero sin señalizar.

‐ ¿Eres nadie o no eres nadie? - volvió a preguntar - Que mierda mas simpática eres ‐ añadió con la gracia y humor de una hiena nocturna acechando en medio de la sabana.

‐ Soy un nadie...nadie. No tengo ningún problema contigo.. con usted, señor... porque claro, no lo conozco, y si no lo conozco, no podemos tener desacuerdos y sin desacuerdos... - improvisó Cristóbal, mientras tropezaba con los libros tirados en el piso.

‐ Callate y sientate. ‐ le ordeno Max a Cristóbal ‐ Y tu dame eso que tienes en la mano ‐ era el turno para obedecer de la chica ‐ y ve al sillón ese. ¡Ahora, perra!

Max se sentía, como siempre, poderoso. “¿Café? ¿Cuantas veces te he dicho que no tomes esta mierda, zorra? Los dientes, zorrita. Los dientes los termino pagando yo”. La chica temblaba. Cristóbal trataba de recordar si había pagado la prima del seguro.

‐ ¿Tu le diste este ensucia-dientes a la cochina esta? - preguntó Max, mientras caminaba lentamente hacia Cristóbal.

‐ Eh, creo que ella lo tomó sola, eh... - respondió.

‐ ¿A si? - le dijo a Cristóbal mientras se agachaba frente a el, con el tazón en su mano ‐ Mira tu, la conchita tiene iniciativa. ¿Que bueno no? - interrogo Max.

‐ Eh... - Cristóbal no sabia que responder.

‐ ¿Eh? ¡Responde! - grito Max, con sus pulgares presionando la sien de Cristóbal.

‐ Digo, digo... digo que si, supongo que si, la.. la iniciativa es buena.. es... - improviso denuevo.

El chulo lo miró en silencio directo a los ojos, sin dejar de presionar con sus manos masivas el cráneo. Luego miro a la chica, sentada en el sillón rojo que dominaba el piso. Max volvió su rostro y sin aviso alguno -ademas de sus enormes pupilas excitadas- golpeo la nariz de Cristóbal con su cabeza. Sangre al piso, gota a gota. Con fuerza lanzo el café contra el muro. La chica salto del susto.

‐ Conchetumadre. Ella no puede tener iniciativa, porque si la tiene, se creería persona. Y eso no es bueno para el negocio. Ella es Una. Es algo, no alguien. No tengo idea como la trajiste hasta aquí, que trucos usaste, etcétera. Y no quiero saber. No me interesa. ¿Y sabes porque? Porque lo único que tengo en la cabeza ahora son los 70.000 dólares que deje de ganar porque esta no estaba cogiendo donde debía ¿Perrita de mierda - dijo dirigiendose a la chica- sabes cuanto semen tendrás que tragar para recuperar la plata que podríamos haber ganado con esa reunión de directorio? Y tu ‐ volviendo sus ojos enfurecidos a Cristóbal- preocupate por que la cuenta tiene tu nombre, perro.

Max saco desde el bolsillo de su chaqueta un arma calibre .45; mango plateado y cañón transparente. El gatillo estaba enchulado con neón. “No te preocupes, que no voy a gastar balas contigo, hijoputa. De hecho, nos vamos a divertir”. Acto seguido, desde el otro bolsillo, saco un pequeño estuche de terciopelo púrpura. Lo abrió, y desde el apareció un cable sucio, grueso y anudado como intestinos.

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viernes, mayo 04, 2007
lanzado al mundo a las 11:58 a. m.

primera parte




Era tarde y la noche, densa y oscura, se comprimía bajo gotas de lluvia demasiado gruesas que precipitaban violentamente, como pequeños luchadores de sumo en plan suicida contra la ciudad.

En el tercer hotel mas caro de la capital, un salón palpitaba con basura corporativa. En el cientos de asistentes se reunían en una comunión comercial circunstancial y abiertamente cínica. Portavoces del biosoftware, artesanos genéticos, brokers de electroplantaciones. Todos al fin y al cabo enemigos peligrosamente armados con marketing.

Cristóbal no prestaba atención pues era un profesional. Entendía que mas alla de los rituales tribales, nadie se tomaba el espectáculo en serio. Pura charlatanería vendedora de revoluciones, como todas, fallidas. La exhibición, y toda su fauna, no era otra cosa que un televisor con dos mil canales: todos sintonizando estática. Aburrido y algo aturdido, buscó la salida.

Una vez afuera, se acomodo la corbata e intento ordenar su cabello. Tiró, a penas pudo, dos bolsas llenas de memorabilia panfletaria.

El ascensor llegó sin siquiera llamarlo, y dentro -con el abrir de sus puertas metálicas y bruñidas- descubrió un resplandor azulado muy frío y sensual, contenido en la forma de una serpiente tatuada. La imagen de inspiración nahuatl descansaba en la espalda morena de una chica alada.

‐ Hola. ¿Tienes fuego? - dijo ella.

‐ No, sorry. No fumo.

‐ Super. Yo tampoco. ¿A donde vas?

‐ A mi departamento.

‐ ¿Compartamos el taxi? Voy al mismo lugar.

Segundos mas tarde caminaron a través de la brisa sonora de un eletrotango en vivo, que desde el bar, acariciaba el lobby del hotel. Subieron a un taxi y recorrieron laberintos metropolitanos salpicados por enormes plasmas y perros vagos. El conductor hizo algunos comentarios imprudentes sobre las alas de la chica y trató de clasificar a las mujeres -y su decencia- por el color y tipo de ese nuevo accesorio bionico impuesto por la moda. Cristóbal, a cuadras de llegar, notó que la chica no llevaba ropa interior; acto seguido, agradeció a Dios.

Abajo del cuatro-ruedas y frente al portal de mármol y ratan, una torre cubierta de enredaderas abría sus puertas automáticas. Justo cuando la pareja de desconocidos entraba, algo se quebró en el cielo y comenzó a llover aun mas fuerte. La chica se mantuvo silenciosa y solo emitió un suspiro de alivio frente al departamento de Cristóbal, justo antes de entrar.

Al fondo del primer piso, enfrentado a la puerta roja de la entrada, pasando unos mandalas de luminosidad alógena y debajo de tres telares mapuches, había un pequeño edén ciclotronico perfumado con sándalo. La chica, a pesar de la tormenta, podía oír el respirar suave y ligero del pequeño jardín de computadoras. Cada una de ellas descansaba sobre un bastidor de madera, con sus raíces electrónicas colgando - suspendidas y lamiendo un liquido espeso, proteico, conductivo.

‐ ¿Son hidroponicas? - pregunto la chica mientras se paseaba coqueta por la terraza.

‐ Si, prefiero las computadoras limpias, sin sustrato fijo. - respondió Cristóbal - Con la tierra podría tentarse mi gato - dijo mientras acariciaba con sus dedos las maquinas floridas.

El huerto parecía nacido desde la manzana final y profética de Turing. Las espinas eran diodos luminosos, las hojas delgadas capas de silicio con nervaduras doradas. En algunas -las mas bellas, las cuánticas- florecían hermosos nanocircuitos nacarados.

‐ Los gatos me recuerdan a Max. El los odia - susurró ella con amargura. Cristóbal no la escuchó.

Luego de un par de segundos incomodos -con silencio y miradas furtivas- la chica fue a la cocina por un café. Quería una gran tazón de grano egipcio - negro y muy frío. Sus ojos ligeramente altiplanicos lucían sensuales, melancólicos, y pertenecían a una princesa india testigo de alguna antigua masacre. Cristóbal inmóvil observo su triste y hermosa figura, y excitado por sus pechos perfectos, paso de la ternura a la obscenidad del deseo. Los tatuajes tornasoles que recorrían su espalda semidesnuda, lo tenían salivando. Entonces alguien golpeo la puerta con violencia servotaurina.

‐ ¡Es Max! - dijo ella, súbitamente desesperada.

‐ ¿Quien es Max? - pregunto Cristóbal dirigiendose a la puerta.

‐ ¡No abras! - exclamo la chica. Desde sus ojos se escapaba un horror viejo, conocido y terrible.

‐ ¿Quien es Max? - volvió a preguntar Cristóbal mientras la puerta parecida ceder.

‐ Max ‐ respondió apenas a media voz - es mi dueño. Soy Una.

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